MITOLOGIA


Los viejos dioses de Robert Graves


Por Guillermo Altares
10.11.2010
Foto - Apolo y Daphne, de Bernini (Galería Borghese)

¿Estamos hechos de la misma materia que los sueños? Es posible, pero lo que es seguro es que estamos hechos de la misma materia que los dioses, pero no los de ahora, tan formales, tan conservadores y monoteístas, sino los antiguos, los dioses y héroes griegos, creadores de mitos e historias, casi más humanos que nosotros, con sus venganzas, sus amores enloquecidos, sus enfrentamientos, sus tretas, sus miserias y sus pasiones.

Tal vez porque fue un superviviente de las trincheras de la I Guerra Mundial, Robert Graves (1895-1985) se refugió en la Antigüedad clásica y allí situó su gran saga novelesca sobre la familia de los Julio – Claudios, Yo, Claudio y Claudio el Dios y su esposa Mesalina y también otros libros extraordinarios, desde El conde Belisario, que transcurre en Bizancio, hasta El vellocinio de oro (casi toda su obra se encuentra en la editorial Edhasa).
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Y fue también un gran erudito, como demuestran los dos tomos de Los mitos griegos o el pequeño y delicioso ensayo que acaba de rescatar Tusquets, Dioses y héroes de la antigua Grecia (Colección Fábula, 8,90 euros).



En sus apenas 200 páginas, Graves nos cuenta las historias de esos dioses y esos héroes que poblaban el mundo cuando nació nuestra cultura y que siguen allí, vivos en muchos rincones de nuestro universo. Todo el libro está teñido de una cierta nostalgia por esos dioses amorales y desastrosos, capaces de las mismas pasiones que nosotros. Fueron inventados por los griegos como seres que vivían en un mundo paralelo, del que se escapaban a menudo para convivir con nosotros.
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Robert Graves pasó la mayor parte de su vida en la localidad mallorquina de Deià, de hecho su traductora al castellano es su hija Lucia, que escribió algunos artículos estupendos sobre su padre que, al final de sus días, sufrió la maldición - como si viniese de algún vengativo dios griego - de perder la memoria. Sin embargo, su hija intuía que detrás de su silencio volvían las imágenes de las trincheras:

"En sus ojos azules pude ver las escenas más cruentas, delatadas por una expresión de desconsuelo, de miedo y de incomprensión juvenil: le veía atrapado en los pasillos de las odiosas trincheras como en una pesadilla, sin poder hallar la salida, obligado a presenciar de nuevo las imágenes de los compañeros muertos, de los enemigos muertos, y lo más terrible, lo más imperdonable para él: el espectáculo de los caballos muertos tendidos sobre el fango".
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Quizás por eso, a pesar de que a veces eran crueles y despiadados, los antiguos dioses le parecían un refugio, ese mundo en el que se debía pagar al barquero o se contemplaba el Olimpo con cercanía.

En este libro, Graves recuerda muchísimas historias que nos cruzamos una y otra vez en la vida (aunque no lo sepamos o no nos demos cuenta), como Apolo y Daphne, que prefiere transformarse en laurel antes de ser ultrajada por el dios (un momento que Bernini convirtió en una de las esculturas más bellas del mundo, que puede contemplarse en la galería Borghese de Roma), como Teseo, el rapto de Europa, el pobre Sísifo condenado a subir etermamente una piedra o el sabio centauro Quirón. Porque, en el fondo, sus pasiones son las nuestras, son dioses que son ejemplares, sino sencillamente son humanos, demasiado humanos.
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"En cuanto el emperador Juliano de Constantinopla, el último de los emperadores romanos que adoró a los olímpicos, fue muerto en la lucha contra los persas, el año 363 después de Jesucristo, Zeus fue informado por las tres Parcas de que había finalizado su reinado y él y sus amigos debeían abandonar el Olimpo", escribe Graves al final de su ensayo (sobre el último emperador del mundo clásico escribió Gore Vidal una estupenda novela, Juliano el Apóstata, teñida de una nostalgia similar a la que nutre este libro o las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar).



"Sin embargo, Eco sigue existiendo, lo mismo que la flor de Narciso, que inclina tristemente su cabeza al mirar el reflejo en las charcas de los montes, y también el arco iris de Iris. Además, los cristianos no dieron nunca nombres nuevos a las estrellas. Por la noche todavía pueden verse el Escorpión que mordió a Heracles y el propio Heracles y el León de Nemea que él mató y la Osa de Artemisa que amamantó a Atalanta y el águila de Zeus y Perseo y Andrómeda y la corona de Ariadna y Quirón el centauro y muchos otros recuerdos del reinado antiguo y salvaje de los dioses olímpicos"....
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