LIBRO
Desde el país de nunca jamás,
de Alma Guillermoprieto
Desde el país de nunca jamás es una magníca selección de reportajes de Alma Guillermoprieto en los que encontramos piezas fundamentales del puzzle latinoamericano.
Una mujer busca entre los cadáveres arrojados a El Playón, un campo de lava usado por el ejército como vertedero, algo que poder enterrar de su hermano.
Un internacionalista cubano se lamenta de la decisión norteamericana de invadir la isla de Granada.
Un Ricky Martin de doce años tira por la ventana de su hotel aviones de papel autograados a un grupo de seguidoras que aguardan ansiosas en la calle.
Estos y muchos otros episodios como el conflicto civil en El Salvador, la crisis de Granada, la masacre del Mozote, la proliferación de sectas o la lucha entre el gobierno peruano y Sendero Luminoso están en Desde el país e nunca jamás.
Las crónicas de Alma Guillermoprieto, publicadas entre 1981 y 2002 en el Washington Post, e New Yorker y The New York Review of Books, destilan el mejor periodismo posible y constituyen una visión fundamental de América Latina
http://www.elpais.es/

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REPORTAJE: DIARIOS DE ESCRITORES
ALMA GUILLERMOPRIETO
'¡Ay, esto es tan duro!'
25/07/2010
“Diario como tal no llevo”, aclara esta reportera, miembro de la Fundación Nuevo Periodismo. Pero cuando hace sus reportajes, sí lleva una especie de diarios. Y de uno de ellos, realizado “para un reportaje en National Geographic sobre la nueva narcocultura”, nos ha cedido este fragmento sobre
su visita a dos cárceles.
Primera entrada, a la cárcel de mujeres: todas las guardias y oficiales de seguridad, gordas de una manera odiosa, las barrigas rebosantes sobre el pantalón de camuflaje, los cachetes y las papadas enormes, los ojos como ranuras, y luego la raya negra como pata de cuervo que se pintan encima de una franja de sombra azul iridiscente.
Estoy temblando tanto de rabia y susto para cuando termino de pasar las diferentes barreras de seguridad –aun cuando me han tratado como VIP– que no logro hacerle las caravanas de costumbre al director de la cárcel, y tengo que hacerme la distraída hasta que llegamos por fin a su oficina, donde logro sonreír… El calor, la mugre, la pobreza de las familias que esperan su turno de entrar a la visita bajo el sol aplastante, la memoria muscular, por decirlo de alguna manera, que guardan los altos muros de tantos y tantos motines y golpizas y maltratos. Luego los torniquetes de control, el manoseo en busca de armas (no me desnudaron, ¡gracias al Señor!), la enorme puerta de seguridad (pierdan toda esperanza), el primer patio y los vigilantes de camuflaje y con pasamontañas negro, apuntando descuidadamente con sus ametralladoras aquí y allá, la conciencia de todo lo que son capaces de hacer, de todo lo que han hecho, la desorganización y sordidez de este lugar, que es garantía de violencia e injusticia imprevisible y sistemática.
El miedo que tienen las tres presas con las que me entrevisto de que hablar conmigo sea una trampa (…).
Yo: ¿Qué sientes cuando asaltas?
Presa: Siento miedo, pero a la vez me siento bien, no sé cómo explicarle.
Yo: ¿Con qué asaltabas?
Presa: Con pistola.
Yo: ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Presa: Yo tengo tres caídas ya (a la cárcel). Yo por eso no quería hablar al principio. (…)
Segunda entrada, al reclusorio de hombres: ¡Ay, esto es tan duro! Una vez más a la cárcel, una vez más los guardias gordos con sus pasamontañas y sus ametralladoras, el calor, la sordidez. Pero el director me sorprende: me está esperando en la puerta con dos escoltas armados con pistolitas, me dice que lo siga. (…) Deja atrás a los escoltas de ametralladora y marcha directo a la zona del presidio y yo con él, por un pasadizo de alambre de púas, y un corredor al aire libre (...), y por fin al patio principal (...).
Estoy demasiado nerviosa como para fijarme bien en los detalles, pero hay enormes hangares de techo de lámina (¡el calor!) rodeados de pasto, y algunos árboles de sombra ancha encerrados en arriates de cemento que hacen las veces de banca. (...) Los presos deambulan por este espacio vestidos con camisetas, shorts, lo que tengan. Son como tres mil, y ahora el director y sus dos escoltas con sus pistolitas. Qué huevos, francamente. Tal como le he pedido, manda buscar a un asesino y a un secuestrador –con quienes me presento con formalidad y toda la cortesía de la que soy capaz– y se retira, dejando en la entrada a uno de los escoltas. Una nube de presos se forma alrededor de mis entrevistados y yo, vigilante e inquieta pero no amenazante (...). Aparecen una banca destartalada, una silla y una mesa con tres patas. Alguien improvisa la cuarta. Eventualmente alguien más aparecerá con un viejo garrafón de plástico lleno de agua fresca, y me ofrecerá un vaso con una delicadeza ceremoniosa y conmovedora. Unos minutos después estamos en pleno diálogo sobre la vida y la muerte, que son los únicos temas verdaderamente interesantes para gente en sus circunstancias.
Al despedirme: “Muchas gracias”, dice el secuestrador. Todo el mundo quiere darme la mano, decir muchas gracias. Por supuesto, no he hecho nada digno de agradecimiento. Es el alivio que han sentido de ser, durante un rato por lo menos, visibles.
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ALMA GUILLERMOPRIETO
'¡Ay, esto es tan duro!'
25/07/2010
“Diario como tal no llevo”, aclara esta reportera, miembro de la Fundación Nuevo Periodismo. Pero cuando hace sus reportajes, sí lleva una especie de diarios. Y de uno de ellos, realizado “para un reportaje en National Geographic sobre la nueva narcocultura”, nos ha cedido este fragmento sobre
su visita a dos cárceles.
Primera entrada, a la cárcel de mujeres: todas las guardias y oficiales de seguridad, gordas de una manera odiosa, las barrigas rebosantes sobre el pantalón de camuflaje, los cachetes y las papadas enormes, los ojos como ranuras, y luego la raya negra como pata de cuervo que se pintan encima de una franja de sombra azul iridiscente.
Estoy temblando tanto de rabia y susto para cuando termino de pasar las diferentes barreras de seguridad –aun cuando me han tratado como VIP– que no logro hacerle las caravanas de costumbre al director de la cárcel, y tengo que hacerme la distraída hasta que llegamos por fin a su oficina, donde logro sonreír… El calor, la mugre, la pobreza de las familias que esperan su turno de entrar a la visita bajo el sol aplastante, la memoria muscular, por decirlo de alguna manera, que guardan los altos muros de tantos y tantos motines y golpizas y maltratos. Luego los torniquetes de control, el manoseo en busca de armas (no me desnudaron, ¡gracias al Señor!), la enorme puerta de seguridad (pierdan toda esperanza), el primer patio y los vigilantes de camuflaje y con pasamontañas negro, apuntando descuidadamente con sus ametralladoras aquí y allá, la conciencia de todo lo que son capaces de hacer, de todo lo que han hecho, la desorganización y sordidez de este lugar, que es garantía de violencia e injusticia imprevisible y sistemática.
El miedo que tienen las tres presas con las que me entrevisto de que hablar conmigo sea una trampa (…).
Yo: ¿Qué sientes cuando asaltas?
Presa: Siento miedo, pero a la vez me siento bien, no sé cómo explicarle.
Yo: ¿Con qué asaltabas?
Presa: Con pistola.
Yo: ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Presa: Yo tengo tres caídas ya (a la cárcel). Yo por eso no quería hablar al principio. (…)
Segunda entrada, al reclusorio de hombres: ¡Ay, esto es tan duro! Una vez más a la cárcel, una vez más los guardias gordos con sus pasamontañas y sus ametralladoras, el calor, la sordidez. Pero el director me sorprende: me está esperando en la puerta con dos escoltas armados con pistolitas, me dice que lo siga. (…) Deja atrás a los escoltas de ametralladora y marcha directo a la zona del presidio y yo con él, por un pasadizo de alambre de púas, y un corredor al aire libre (...), y por fin al patio principal (...).
Estoy demasiado nerviosa como para fijarme bien en los detalles, pero hay enormes hangares de techo de lámina (¡el calor!) rodeados de pasto, y algunos árboles de sombra ancha encerrados en arriates de cemento que hacen las veces de banca. (...) Los presos deambulan por este espacio vestidos con camisetas, shorts, lo que tengan. Son como tres mil, y ahora el director y sus dos escoltas con sus pistolitas. Qué huevos, francamente. Tal como le he pedido, manda buscar a un asesino y a un secuestrador –con quienes me presento con formalidad y toda la cortesía de la que soy capaz– y se retira, dejando en la entrada a uno de los escoltas. Una nube de presos se forma alrededor de mis entrevistados y yo, vigilante e inquieta pero no amenazante (...). Aparecen una banca destartalada, una silla y una mesa con tres patas. Alguien improvisa la cuarta. Eventualmente alguien más aparecerá con un viejo garrafón de plástico lleno de agua fresca, y me ofrecerá un vaso con una delicadeza ceremoniosa y conmovedora. Unos minutos después estamos en pleno diálogo sobre la vida y la muerte, que son los únicos temas verdaderamente interesantes para gente en sus circunstancias.
Al despedirme: “Muchas gracias”, dice el secuestrador. Todo el mundo quiere darme la mano, decir muchas gracias. Por supuesto, no he hecho nada digno de agradecimiento. Es el alivio que han sentido de ser, durante un rato por lo menos, visibles.
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