Jorge Volpi, el escritor del futuro
Después de los escritores del «boom», llegó la generación del «crack», con Jorge Volpi a la cabeza. El mexicano es el autor que mejor ha sabido reinterpretar la realidad y la literatura iberoamericana del nuevo siglo
Sergi Doria, Barcelona
19/03/2011
Entre la novela maratoniana y el relato velocista Jorge Volpi prefiere la media distancia. Unamuno bautizó el género como nivola, los franceses nouvelle y los italianos novella. Cervantes recorrió la media distancia al concebir sus Novelas ejemplares… «pero el término fue pronto expropiado como sinónimo de novela larga y nos quedamos huérfanos», apunta Volpi. Y es, precisamente, en esa tierra de nadie, en ese material híbrido de novela y cuento, donde el escritor mexicano se siente más cómodo, desde que en 1991 publicara A pesar del oscuro silencio, novela germinal de la generación del «crack» que ahora ve la luz en España junto a Días de ira (que da título al volumen) y El juego del Apocalipsis. Tres historias que se desarrollan, por extensión y temática, en un territorio fronterizo donde el maridaje de realidad y ficción revela personalidades turbadoras. ¿La fórmula? «Exceder los límites del cuento, pero manteniendo una drástica concentración del material narrativo frente a la ausencia de límites de la novela.» No estamos hablando de un género menor, advierte Volpi mientras enumera su catálogo de obras maestras nacidas de la media distancia: La muerte de Iván Ílich, El alienista, Los papeles de Aspern, Bartleby el escribiente, El retrato de Dorian Gray, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Los muertos, La metamorfosis, Muerte en Venecia, Los cachorros, Crónica de una muerte anunciada… ¿Quién da más?
Las tres narraciones que componen «Días de ira» aparecieron, respectivamente, en 1992, 1994 y 2000. ¿Reunidas en un solo volumen vienen a constituir un compendio de su universo literario?
La novela corta –o la media distancia, como yo la llamo– siempre ha sido una de mis grandes pasiones, como lector y como autor. Al reunir estas tres narraciones quería demostrar mi fidelidad hacia este género, aunque se trate de textos muy distintos. Los tres relatos intentan subvertir algún género: A pesar del oscuro silencio, la novela biográfica; Días de ira, la novela gótica o de terror; El juego del Apocalipsis, la novela humorística o de situación.
«A pesar del oscuro silencio» está centrada en el químico y poeta Jorge Cuesta, a quien también dedicó un ensayo premiado por la revista «Plural». ¿Qué ha significado para usted ese escritor que acabó suicidándose en un sanatorio mental?
Fue la primera novela que publiqué, y para mí tiene una importancia fundamental; en algún sentido, creo que en ella se cifran todas las claves de mis libros posteriores. Jorge Cuesta fue uno de los mayores intelectuales y poetas del México de la primera mitad del siglo XX, y es una lástima que sea tan poco conocido fuera de nuestro país. Su vida fue tremendamente trágica, pero también de una brillantez asombrosa. Octavio Paz llegó a decir que Cuesta fue la persona más inteligente que conoció en su vida. Y terminó derrumbándose en la locura. Esta paradoja me apasionó desde el principio: la lucidez extrema que se acerca a la demencia.
El narrador afirma que «nada destruye como la escritura» y la califica de «falaz remedo de la memoria». ¿Hasta qué punto se identifica con los protagonistas de estas historias?
En esta narración, el juego entre el autor, el personaje principal y el poeta es explícito desde el principio: los tres nos llamamos Jorge. A partir de esta coincidencia inicial, el texto se multiplica en un juego de espejos que es biográfico y autobiográfico y a la vez pura ficción. De hecho, en la primera edición mexicana de este libro, hasta ahora inédito en España, yo llevaba el juego a su límite: en la cuarta de forros aparecía una foto mía en la misma posición y con la misma actitud de una célebre foto de Jorge Cuesta que aparecía en la portada. Pero, en el fondo, creo que A pesar del oscuro silencio es una ficción sobre la imposibilidad de ser otro, un tema recurrente en mis libros.
Jorge Cuesta conjugó la literatura con la química. ¿La fusión entre ciencia y poesía inspira a Jorge Volpi?
La ciencia siempre me interesó, y quizás por eso la figura de Cuesta resultó tan importante para mí en aquellos años. Un químico de formación que es además poeta, y que juega todo el tiempo con la alquimia (o cree verdaderamente en ella, en su locura). Pero sí: como demuestran Cuesta, Primo Levi, Gerardo Deniz o Roald Hoffmann, a veces los textos químicos y su combinatoria se aproximan sospechosamente a la poesía.
«Días de ira», el relato que da título al libro, pertenece a su obra «Tres bosquejos del mal». ¿Tiende el ser humano, por naturaleza, a lo maléfico?
Yo no creo ni en el Bien ni en el Mal absolutos, pero no me cabe duda de que la maldad nos habita y es capaz de invadirnos por completo. Al menos ese mal cotidiano, banal en los términos de Hannah Arendt, que es capaz de conducirnos a las peores atrocidades.
La infidelidad, la insatisfacción y la caducidad de las relaciones sentimentales recorren las tres historias. ¿Nos encontramos con el «amor líquido» de Zygmunt Bauman?
Los humanos aspiramos siempre al amor como si se tratara de un estado permanente, capaz de resolver todos nuestros problemas, como si fuera una utopía política o un absoluto moral. En todos mis libros trato de demostrar la invalidez de esta idea, a través de sus fallas, sus fracasos, sus ambigüedades. El amor tal vez sí exista, pero no es un estado permanente ni una salvación, sino una experiencia que nace cada día.
En «Días de ira» participaron Ignacio Padilla y Eloy Urroz. ¿Qué queda de la generación del «crack»?
Seguimos siendo grandes amigos. Nos vemos muy seguido, y seguimos intercambiando nuestros manuscritos. No descartamos, tampoco, proyectos juntos en el futuro. Pero es cierto que las obsesiones y la poética de cada uno cada vez se aleja más de la de los otros, es un proceso normal.
Recordemos su etapa de director en el Canal 22. ¿Cómo se da la cultura en la televisión mexicana?
Los cuatro años que dirigí Canal 22 fueron una gran experiencia. Es un pequeño canal de televisión, sobre todo comparado con los grandes canales comerciales, pero aun así su impacto es enorme. Tratamos de mostrar la cultura en su idea más amplia, transmitiendo desde programas de literatura o música popular mexicana u ópera hasta anime japonés (subtitulado), grandes series de culto (como In Treatment), deportes (desde una perspectiva cultural, con Juan Villoro) y un reality show sobre ópera y ballet. Para muchos mexicanos, Canal 22 es su única cercanía real con la cultura. Piénsese que un libro de poemas, en México, llega a unas 500 personas, y nosotros teníamos un programa de poesía que era visto en 25.000 hogares.
Hablábamos al principio de la media distancia narrativa. Vayamos, ahora, a la larga distancia. En sus tres novelas –«En busca de Klingsor», «El fin de la locura» y «No será la Tierra»– aborda el final de utopías del siglo XX: desde el «mundo feliz» cientifista a los sistemas ideológicos y filosóficos que acabaron en desvaríos (comunismo, Althusser, Foucault...). En su faceta de diplomático, ¿cómo observa las revoluciones en los países árabes?
No me había percatado de la coincidencia, pero sí, quizás tenga una obsesión por el número tres. Creo, en efecto, que otra vez estamos contemplando la Historia, como ocurrió en 1989. Dos fenómenos de implosión de regímenes autoritarios, más allá de sus enormes diferencias como sociedades. Los jóvenes que de manera pacífica han derrocado a los dictadores en los países árabes encarnan mejor que nadie los auténticos valores democráticos en nuestro tiempo. Mientras tanto, «Occidente» apenas reacciona, o lo hace tarde y mal, después de sostener a los sátrapas durante décadas. Es lamentable.
Hace un par de años publicó «El insomnio de Bolívar». ¿Cómo contempla la evolución de Hugo Chávez o el indigenismo de Evo Morales?
Son dos fenómenos muy distintos. Es imposible no entender las circunstancias que llevaron a Evo Morales al poder, en un país dominado ferozmente por la aristocracia de origen europeo. Las políticas que ha copiado de Chávez son lo más cuestionable en su caso. Chávez, en cambio, se ha convertido ya en una caricatura de sí mismo. Y su autoritarismo ha conducido a Venezuela a una situación en donde la supuesta búsqueda de la equidad, tan necesaria en nuestros países, ha derivado en un régimen corrupto y con un apoyo popular cada vez menor.
México es materia literaria. Está el México que Carlos Monsiváis observó desde la cultura popular y los siniestros parajes del narcotráfico que Roberto Bolaño cartografió en «2666». ¿Cómo es el país de Volpi?
Regresé a México hace cuatro años, luego de vivir diez fuera. Y ahora volveré a salir para continuar mi trabajo diplomático en Europa. Estos cuatro años supusieron para mí un deslumbramiento y una conmoción. La violencia ligada al narcotráfico nunca había tenido estos niveles, ni tampoco la decepción de los ciudadanos frente a la situación actual del país. Una «guerra contra el narcotráfico» que resulta imposible de ganar, pues la demanda continúa en ascenso. Y, al mismo tiempo, veo a México como un país lleno de posibilidades y expectativas, con una de las economías más grandes del mundo y una capacidad insólita de sus ciudadanos para resistir la adversidad. Fuera de México, donde sólo importan las malas noticias, es difícil verlo. Pero, por cada atroz acto de violencia, uno también podría encontrar un pequeño apunte para la esperanza.
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LIBROS México
Descubrir a Jorge Ibargüengoitia
La continua reedición de sus obras ha rescatado a Jorge Ibargüengoitia del olvido.
Escritor de fina ironía y ajeno a todo realismo mágico, dibujó, como pocos, el mapa de México
Juan Malpartida, Madrid
Hay escritores que ven u oyen el sentido de la Historia o que levantan en mármol sus obras; otros, son los interlocutores de lo absoluto o constructores de la moral. Ibargüengoitia no fue nada de esto. Escribió sin énfasis, en un tono sencillo que rozaba siempre la ironía o el sarcasmo, que sabía hacer sonreír mientras él escribía en serio. No fue un intelectual, pero sí un oído y un ojo privilegiados para detectar el fundamento cotidiano, artesanal e inajenablemente subjetivo, de lo que llamamos grande.
Juan García Ponce dijo de él que «era serio escribiendo lo que para los demás eran bromas y poco serio socialmente». Nunca perdió de vista la pequeña historia cotidiana e hizo de sus minucias momentos narrativos perdurables. No vio las ideas sino a los hombres uno a uno, y así en su literatura siempre habla una persona. ¿Fue un gran novelista, un gran autor de teatro, un gran cronista? Muchos escritores, sobre todo mexicanos, lo afirman.
Yo creo que escribió dos o tres novelas significativas y un número alto de artículos y crónicas (la brevedad le favorecía) que forman parte de lo mejor en su género en nuestras letras. No fue un estilista, pero sí un escritor cuidadoso. Su escritura se apoya en la conversación, y quiso ser eficaz (lo consiguió) sin parecer que estaba elaborando un objeto. La grandeza de un humor como el suyo radica en la melancolía y así deja de ser un bisturí para conciliar, en una sonrisa, las debilidades y limitaciones humanas. La debilidad del humor, de la que ni Aristófanes estuvo libre, es el apego a la realidad inmediata: fuente pero también cárcel de lo universal. Algunos lectores son reacios a la risa (los famosos agelistas de Rabelais), pero aún lo son más aquellos que encarnan el poder, que la risa socava.
Entre los grandes
Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, México 1928-Madrid 1983) es coetáneo de un puñado de narradores mexicanos importantes: Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Fernando del Paso, Sergio Pitol y, dentro de los inclasificables, Alejandro Rossi. Pero no se parece a ninguno de los mencionados, que tampoco se parecen entre sí. Al amparo de su maestro (aunque para disentir pronto de él) Rodolfo Usigli, autor de El gesticulador, Ibargüengoitia comenzó como hombre de teatro tras haber realizado parcialmente la carrera de ingeniero y terminado otra en letras. A pesar de ser muy premiado, y elogiado por los que saben, su periodo como autor dramático estuvo siempre inclinado al fracaso. Escribió y estrenó obras desde 1951 a 1962, periodo iniciado con Llegó Margó y que finaliza, tras títulos como Susana y los jóvenes, Clotilde en casa y El viaje superficial, con El atentado.
Ibargüengoitia siguió fiel a sus obsesiones y, sobre todo, a su peculiar perspectiva crítica, pero desde la novela. Su primera obra en este género es, junto con Las muertas (1977), una de sus piezas más logradas: Los relámpagos de agosto (1964). Si El atentado tiene como tema el asesinato de Álvaro de Obregón en 1928, esta primera novela es una parodia satírica de la sublevación de varios generales para hacerse con el poder. No se trata de una novela histórica, aunque se basa en algunos sucesos reales, es una visión libérrima que no pierde nunca su objeto. Lo que hace Ibargüengoitia es subvertir la historia oficial, desfondar la solemnidad con la que el Estado mexicano (encarnado en el PRI) había tergiversado la Revolución mexicana y, especialmente, ese periodo último. A diferencia de Agustí Yañez en Al filo del agua, o de Carlos Fuentes en Gringo viejo, Ibargüengoitia convierte la Historia en una farsa. O como escribió Guillermo Sheridan con la agudeza e ironía que le es habitual: «Los relámpagos de agosto (1965) y Gringo viejo son parodias, pero sólo una estaba consciente de serlo».
Años más tarde de escribir su obra, Ibargüengoitia declaró al respecto de este periodo de México: «Durante la Revolución el pueblo se llevó una friega soberana». Un hombre escéptico, que nunca tuvo una visión ideológica de la política (pasó en sus ideas de un conservadurismo católico a un descreimiento de izquierda moderada) no podía dejar de ver con horror la pulsión fanática de los líderes revolucionarios. «La principal preocupación, entre 1915 y 1930, fue la de autoaniquilarse». De hecho Obregón, Pancho Villa, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza y muchos otros murieron asesinados. Es curioso que Los relámpagos de agosto obtuviera, en 1964, el Premio Casa de las Américas: suele ocurrir que los protagonistas (y el régimen cubano podía verse en alguna medida en esta vitriólica obra) no se reconozcan en una parodia.
Nuestro autor escribió una crónica, con un humor templado y lúcido, de su visita a La Habana en dicha ocasión, Revolución en el jardín, recogida en el volumen antológico, del mismo título, en la editorial Reino de Redonda. La novela también puede leerse como una exposición de los tópicos del patriota heroico latinoamericano, marcado por el despotismo y la voracidad o bien por el accidente chusco o simplemente demasiado humano. Salvando las diferencias de usos y costumbres, el espíritu de la retórica política militar y patriótica es igual en el resto del mundo.
Comedia de enredos Ibargüengoitia escribió seis novelas y un libro de cuentos. Además de las mencionadas, hay que recordar Estas ruinas que ves (1974), visión de un mundo provinciano que el autor cifra en una serie de anécdotas que la acercan a la comedia de enredos. Visión irónica pero aliada a la melancolía: la realidad no es juzgada sino presentada como suspendida en una lógica a un tiempo fatal y trivial.
La mayor parte de su obra periodística, donde yo encuentro muchos de sus textos más memorables, fue publicada tras su muerte. Había sido escrita casi toda para el periódico Excélsior, y luego, hasta su muerte en un accidente de avión en Madrid, en el que fallecieron también Marta Traba y Ángel Rama, en las revistas Plural y Vuelta, dirigidas por Octavio Paz. Por cierto, en estas mismas revistas se publicaron los textos del Manual del distraído, el gran libro de Alejandro Rossi. Títulos de recopilaciones periodísticas como Viajes en la América ignota, Autopsias rápidas, La casa de usted y otros viajes y Misterios de la vida diaria han contribuido a aligerar a los pedantes, deshacer la rigidez mortis de tanta realidad que se propone como viva, y a sostener con ingenio lo inesperado dentro de lo cotidiano.
Jorge Ibargüengotia fue un hombre que quiso caminar por sus propias circunstancias, algo hosco en el trato, según cuentan los que lo conocieron, como lo suelen ser algunos tímidos. Fue implacable ante la solemnidad. Huérfano de padre cuando tenía unos meses, se crió con su madre y una tía que habían conocido tiempos mejores, pero de quienes heredó alguna hacienda, de cuya administración también nos dejó varias crónicas. Fue un activo boy scout hasta los diecinueve años. Con su esposa, la pintora Joy Laville, hizo numerosos viajes, sobre todo por Inglaterra, Francia y España. Fue cinéfilo, y vale la pena releer sus críticas de cine. Solía decir que durante el día vivía en París y de noche en México. Hoy vive como tránsfuga entre sus obras de teatro, novelas y crónicas; una obra que ha convertido su seriedad mientras vivió en una sonrisa que nos hace dudar de la real.
http://www.abc.es/05/02/2011
Descubrir a Jorge Ibargüengoitia
La continua reedición de sus obras ha rescatado a Jorge Ibargüengoitia del olvido.
Escritor de fina ironía y ajeno a todo realismo mágico, dibujó, como pocos, el mapa de México
Juan Malpartida, Madrid
Hay escritores que ven u oyen el sentido de la Historia o que levantan en mármol sus obras; otros, son los interlocutores de lo absoluto o constructores de la moral. Ibargüengoitia no fue nada de esto. Escribió sin énfasis, en un tono sencillo que rozaba siempre la ironía o el sarcasmo, que sabía hacer sonreír mientras él escribía en serio. No fue un intelectual, pero sí un oído y un ojo privilegiados para detectar el fundamento cotidiano, artesanal e inajenablemente subjetivo, de lo que llamamos grande.
Juan García Ponce dijo de él que «era serio escribiendo lo que para los demás eran bromas y poco serio socialmente». Nunca perdió de vista la pequeña historia cotidiana e hizo de sus minucias momentos narrativos perdurables. No vio las ideas sino a los hombres uno a uno, y así en su literatura siempre habla una persona. ¿Fue un gran novelista, un gran autor de teatro, un gran cronista? Muchos escritores, sobre todo mexicanos, lo afirman.
Yo creo que escribió dos o tres novelas significativas y un número alto de artículos y crónicas (la brevedad le favorecía) que forman parte de lo mejor en su género en nuestras letras. No fue un estilista, pero sí un escritor cuidadoso. Su escritura se apoya en la conversación, y quiso ser eficaz (lo consiguió) sin parecer que estaba elaborando un objeto. La grandeza de un humor como el suyo radica en la melancolía y así deja de ser un bisturí para conciliar, en una sonrisa, las debilidades y limitaciones humanas. La debilidad del humor, de la que ni Aristófanes estuvo libre, es el apego a la realidad inmediata: fuente pero también cárcel de lo universal. Algunos lectores son reacios a la risa (los famosos agelistas de Rabelais), pero aún lo son más aquellos que encarnan el poder, que la risa socava.
Entre los grandes
Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, México 1928-Madrid 1983) es coetáneo de un puñado de narradores mexicanos importantes: Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Fernando del Paso, Sergio Pitol y, dentro de los inclasificables, Alejandro Rossi. Pero no se parece a ninguno de los mencionados, que tampoco se parecen entre sí. Al amparo de su maestro (aunque para disentir pronto de él) Rodolfo Usigli, autor de El gesticulador, Ibargüengoitia comenzó como hombre de teatro tras haber realizado parcialmente la carrera de ingeniero y terminado otra en letras. A pesar de ser muy premiado, y elogiado por los que saben, su periodo como autor dramático estuvo siempre inclinado al fracaso. Escribió y estrenó obras desde 1951 a 1962, periodo iniciado con Llegó Margó y que finaliza, tras títulos como Susana y los jóvenes, Clotilde en casa y El viaje superficial, con El atentado.
Ibargüengoitia siguió fiel a sus obsesiones y, sobre todo, a su peculiar perspectiva crítica, pero desde la novela. Su primera obra en este género es, junto con Las muertas (1977), una de sus piezas más logradas: Los relámpagos de agosto (1964). Si El atentado tiene como tema el asesinato de Álvaro de Obregón en 1928, esta primera novela es una parodia satírica de la sublevación de varios generales para hacerse con el poder. No se trata de una novela histórica, aunque se basa en algunos sucesos reales, es una visión libérrima que no pierde nunca su objeto. Lo que hace Ibargüengoitia es subvertir la historia oficial, desfondar la solemnidad con la que el Estado mexicano (encarnado en el PRI) había tergiversado la Revolución mexicana y, especialmente, ese periodo último. A diferencia de Agustí Yañez en Al filo del agua, o de Carlos Fuentes en Gringo viejo, Ibargüengoitia convierte la Historia en una farsa. O como escribió Guillermo Sheridan con la agudeza e ironía que le es habitual: «Los relámpagos de agosto (1965) y Gringo viejo son parodias, pero sólo una estaba consciente de serlo».
Años más tarde de escribir su obra, Ibargüengoitia declaró al respecto de este periodo de México: «Durante la Revolución el pueblo se llevó una friega soberana». Un hombre escéptico, que nunca tuvo una visión ideológica de la política (pasó en sus ideas de un conservadurismo católico a un descreimiento de izquierda moderada) no podía dejar de ver con horror la pulsión fanática de los líderes revolucionarios. «La principal preocupación, entre 1915 y 1930, fue la de autoaniquilarse». De hecho Obregón, Pancho Villa, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza y muchos otros murieron asesinados. Es curioso que Los relámpagos de agosto obtuviera, en 1964, el Premio Casa de las Américas: suele ocurrir que los protagonistas (y el régimen cubano podía verse en alguna medida en esta vitriólica obra) no se reconozcan en una parodia.
Nuestro autor escribió una crónica, con un humor templado y lúcido, de su visita a La Habana en dicha ocasión, Revolución en el jardín, recogida en el volumen antológico, del mismo título, en la editorial Reino de Redonda. La novela también puede leerse como una exposición de los tópicos del patriota heroico latinoamericano, marcado por el despotismo y la voracidad o bien por el accidente chusco o simplemente demasiado humano. Salvando las diferencias de usos y costumbres, el espíritu de la retórica política militar y patriótica es igual en el resto del mundo.
Comedia de enredos Ibargüengoitia escribió seis novelas y un libro de cuentos. Además de las mencionadas, hay que recordar Estas ruinas que ves (1974), visión de un mundo provinciano que el autor cifra en una serie de anécdotas que la acercan a la comedia de enredos. Visión irónica pero aliada a la melancolía: la realidad no es juzgada sino presentada como suspendida en una lógica a un tiempo fatal y trivial.
La mayor parte de su obra periodística, donde yo encuentro muchos de sus textos más memorables, fue publicada tras su muerte. Había sido escrita casi toda para el periódico Excélsior, y luego, hasta su muerte en un accidente de avión en Madrid, en el que fallecieron también Marta Traba y Ángel Rama, en las revistas Plural y Vuelta, dirigidas por Octavio Paz. Por cierto, en estas mismas revistas se publicaron los textos del Manual del distraído, el gran libro de Alejandro Rossi. Títulos de recopilaciones periodísticas como Viajes en la América ignota, Autopsias rápidas, La casa de usted y otros viajes y Misterios de la vida diaria han contribuido a aligerar a los pedantes, deshacer la rigidez mortis de tanta realidad que se propone como viva, y a sostener con ingenio lo inesperado dentro de lo cotidiano.
Jorge Ibargüengotia fue un hombre que quiso caminar por sus propias circunstancias, algo hosco en el trato, según cuentan los que lo conocieron, como lo suelen ser algunos tímidos. Fue implacable ante la solemnidad. Huérfano de padre cuando tenía unos meses, se crió con su madre y una tía que habían conocido tiempos mejores, pero de quienes heredó alguna hacienda, de cuya administración también nos dejó varias crónicas. Fue un activo boy scout hasta los diecinueve años. Con su esposa, la pintora Joy Laville, hizo numerosos viajes, sobre todo por Inglaterra, Francia y España. Fue cinéfilo, y vale la pena releer sus críticas de cine. Solía decir que durante el día vivía en París y de noche en México. Hoy vive como tránsfuga entre sus obras de teatro, novelas y crónicas; una obra que ha convertido su seriedad mientras vivió en una sonrisa que nos hace dudar de la real.
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