Errata Naturae publica por primera vez en español textos del cineasta italiano sobre Estados Unidos


Pier Paolo Pasolini
24.02.2011

Es cierto. Todo lo que he visto, o lo que he creído ver en Nueva York, destaca frente a un fondo oscuro —para nosotros inconcebible, al menos en cuanto que inadmisible—, es decir, frente a la vida cotidiana estadounidense, la vida del conservadurismo, que discurre inmersa en un silencio harto más intenso que los «gritos» que nos llegan desde la Izquierda. En este silencio del fondo, neutro y pavoroso, tienen lugar fenómenos de auténtica locura colectiva, es decir, de un odio de algún modo codificado, y que es muy difícil de describir. Se trata del odio racista, que no es sino el aspecto externo de la profunda aberración que representa cualquier forma de conservadurismo y de fascismo. Un odio que no tiene razón de ser; es más, no es, pues no existe. [...] ¿Cómo y por qué un blanco pobre podría odiar a un negro? Sin embargo, precisamente son los blancos pobres de todo el Sur los que profesan este odio que nace de una idea falsa de sí mismos y, por tanto, de la realidad. [...] De esta forma de vida, la última consecuencia, y la más trágica, ha sido el asesinato impune de Kennedy, prueba de esta guerra civil que no estalla, pero que, sin embargo, se combate dentro del alma de los norteamericanos.

Hablar acerca de Estados Unidos exclusivamente en términos de neocapitalismo es parcial

Hablar acerca de Estados Unidos siempre y exclusivamente en términos de neocapitalismo y de revolución tecnológica me parece parcial y sectario. Puede parecer absurdo, pero precisamente en Estados Unidos es donde el problema del subdesarrollo y de la miseria adquiere un significado extraño y violento. [...] Lo más escandaloso es que el centro de la lucha para la revolución del Tercer Mundo realmente se encuentra en Estados Unidos. El problema negro, unido de este modo tan retorcido e inextricable al de los «blancos pobres», es un problema del Tercer Mundo. Y si esto resulta escandaloso para la conciencia obrera de los partidos comunistas europeos, lo es más aún para la conciencia capitalista estadounidense. [...] Así pues, nunca podremos dejar de considerar suficientemente y en todos los sentidos el alcance del problema negro, porque, repito, va unido, de manera absurda y contradictoria, al problema de los blancos pobres, o antes pobres. En efecto, no han sido suficientes dos o tres generaciones para transformar por completo la psicología de las enormes masas de emigrantes. Éstos, en primer lugar (lo he podido constatar en el barrio italiano), mantienen una actitud de veneración para con el país que los acoge y, ahora que se han convertido en ciudadanos, para con sus instituciones. Todavía son hijos, son hijos demasiado obedientes o desesperados. En segundo lugar, han llevado consigo, y la han conservado en su interior, la principal característica de los campesinos de las áreas subdesarrolladas, lo que De Martino denomina «miedo a perder la presencia». Éstos son los fundamentos del racismo fascista popular.

Nunca se habrá señalado suficientemente en qué medida las enormes diferencias entre los norteamericanos son causadas por sus distintos orígenes pobres. [...]

Y, tal vez por esto, deseen a toda costa ser iguales entre sí: y si los norteamericanos basan su anticomunismo en el hecho de que el comunismo igualaría a los individuos, es porque desean, desesperadamente, ser igualados. Para olvidar, precisamente, sus orígenes diferentes e inferiores. [...]

Así pues, son el miedo a «perder la presencia» y el esnobismo de la nueva ciudadanía los que impiden reflexionar al norteamericano —esta extraña mezcla de subproletario con burgués profunda y honestamente encerrado en su propia lealtad burguesa— acerca de la idea que tiene de sí mismo. De esta manera, esta idea sigue siendo falsa, como en todo ambiente alienante de industrialización total.

Precisamente intenté preguntar a algunos norteamericanos, al mayor número que pude, si sabían qué era el racismo (pregunta que sobre todo y muy particularmente implica una reflexión sobre la idea de uno mismo). Nadie supo dar una respuesta. [...]

Contradicciones

Para mí, la nota más violenta, dramática y definitoria de la «calidad de vida estadounidense» es una característica negativa: la inexistencia de la conciencia de clase; efecto inmediato de la idea falsa de sí mismo de cada individuo integrado, casi por concesión o por gracia, en el ambiente de los privilegios pequeñoburgueses del bienestar industrial y del poder estatal. Pero en todo esto hay contradicciones: por ejemplo, la fuerza desbordante del sindicalismo, que se manifiesta en huelgas enormes e increíblemente eficaces, donde no se explica por qué no prospera de forma estable una conciencia de clase. [...]

Lo extraordinariamente novedoso (para un europeo como yo), sin embargo, es que la conciencia de clase surge en los norteamericanos en situaciones completamente nuevas y casi escandalosas para el marxismo.

La conciencia de clase, para abrirse camino en la cabeza de un estadounidense, requiere un largo camino tortuoso, una operación harto compleja: requiere la mediación del idealismo, digamos incluso que del idealismo burgués o pequeñoburgués, que da sentido completo a la vida de los norteamericanos y del que no pueden prescindir de modo alguno. Ellos lo llaman «espiritualismo». [...] Quizá se trate más bien de moralismo, dominador y modelador de todos los aspectos de la vida, que en literatura, por ejemplo, incluso en la de masas, es exactamente el antónimo del realismo: los norteamericanos sienten la necesidad de idealizar continuamente en el plano artístico (y, sobre todo, a nivel de gusto medio: por ejemplo, las representaciones «ilustrativas» de sus vidas y de sus ciudades, como en las películas mediocres o malas, son formas de una necesidad inmediata de idealización).

La conciencia de clase para abrirse camino en un estadounidense requiere un tortuoso caminoAsí pues, en lugar de en las huelgas o en otras formas de lucha de clase, la conciencia de la propia realidad social surge en las manifestaciones pacifistas y no violentas dominadas precisamente por un espiritualismo inteligente que, por lo demás, representa de manera objetiva, al menos para mí, un hecho estupendo que me ha enamorado de Estados Unidos. Se trata de la visión del mundo por parte de personas que, por vías que nosotros consideramos erróneas —pero que históricamente son las que son, o sea, correctas—, han llegado a madurar una idea de sí mismas como simples ciudadanos poseedores de una noción honesta y profunda de la democracia. En definitiva, para llegar a una conciencia no sólo formalmente democrática de uno mismo y de la sociedad, el estadounidense realmente libre ha tenido que pasar por el calvario de los negros (y, en la actualidad, por el calvario de Vietnam) y compartirlo. Sólo ahora, desde el reconocimiento, al menos formal, de los derechos civiles de los negros, hemos empezado a darnos cuenta de que el problema de los negros está en sus albores, y que se trata de una cuestión social. [...]

El vacío inmenso que se abre como una vorágine en cada uno de los norteamericanos y en el conjunto de la sociedad norteamericana —es decir, la falta de una cultura marxista—, como todo vacío, pretende ser llenado violentamente. Y se llena así, con este espiritualismo al que me he referido, que, como radicalismo democrático revolucionario en un primer momento, en la actualidad tiende hacia una nueva conciencia social que, al no aceptar todavía el marxismo de manera explícita, se presenta como contestación total y desesperación anárquica. [...]

Sinceridad total

Ahora vivo en una sociedad que acaba de salir de la miseria, y se aferra de un modo supersticioso al poco bienestar que ha alcanzado, como una condición estable, y en este nuevo curso de su historia es portadora de un sentido común que podría funcionar entre los rebaños o en los talleres de artesanos, pero que hoy en día se revela estúpido, vil y mezquino. Una sociedad irredimible, irremediablemente burguesa sin tradiciones revolucionarias, ni siquiera liberales. [...]

Digámoslo abiertamente: me he quedado aislado, envejeciendo conmigo mismo y con mi repulsión a hablar de compromiso y de falta de compromiso. De este modo, no puedo no haberme enamorado de la cultura norteamericana, y no haber vislumbrado, dentro de ella, una razón literaria llena de novedad: un nuevo tiempo para la Resistencia, aunque por completo carente, insisto, de ese espíritu resurgimental, de corte, por así decir, clásico, que depaupera un poco la Resistencia europea. [...] Lo que se exige a un literato norteamericano «no integrado» es todo él, una sinceridad total. Desde los viejos tiempos de Machado, no daba una lectura fraternal como la de Ginsberg. ¿Acaso no ha sido fantástico el paso por Italia de Kerouac borracho, suscitando la ironía, el aburrimiento, el vituperio de los estúpidos literatos y de los mezquinos periodistas italianos? Los intelectuales norteamericanos de la Nueva Izquierda (puesto que allí donde se lucha siempre hay una guitarra y un hombre cantando) parece que hacen justo lo que dice una estrofa de un inocente canto de la Resistencia negra: «Tenemos que arrojar nuestros cuerpos a la lucha».
Me he quedado aislado, envejeciendo conmigo mismo y mi repulsión a hablar de compromiso

Éste es el nuevo lema de un compromiso real y no enervantemente moralista: arrojar nuestros cuerpos a la lucha… ¿En Italia, en Europa, quién escribe movido por fuerzas de contestación tan arrolladoras y desesperadas que siente esta necesidad de enfrentarse como una necesidad original, creyendo que es nueva en la historia, absolutamente significativa y llena de muerte y futuro a la vez?

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