Gustave Courbet: La spiaggia a Palavas, 1868
Las grandes ciudades portuarias, protagonistas de la historia del Mediterráneo


Tomás Alcoverro

Periodista, barcelonés, corresponsal de 'La Vanguardia' en Oriente Medio desde 1970

Al alborear el siglo XX, las grandes ciudades portuarias del Mediterráneo, son protagonistas de la historia. Estambul, la antigua Constantinopla, capital del Imperio Otomano que dominó los pueblos balcánicos y árabes de una y otra orilla, tras su derrota por los ejércitos europeos, en primer lugar de Inglaterra y Francia, fue ocupada. El 18 de febrero de 1919 el general Franchet d’Esperet penetró solemnemente en la ciudad a lomos de un caballo blanco, como en una revancha de los “Cruzados” a la idéntica entrada del sultán Mehmet II en 1493 que destruyó el Imperio bizantino. Meses antes, cincuenta y cuatro barcos de guerra, entre ellos italianos y un acorazado griego, habían fondeado en sus muelles. Al ganar Mustafa Kemal, padre de la Turquía laica y republicana, la guerra contra los invasores estableció su nueva capital en Ankara, estimando que Estambul era demasiado cosmopolita y abigarrada, con sus barrios de minorías europeas en Pera y Gálata, para ser la encarnación de la nueva Turquía.

En la segunda mitad del siglo XIX los capitales y las culturas procedentes de Europa se impusieron en el Mediterráneo, y las corrientes migratorias originarias de países europeos, constituyeron poderosas minorías en Alejandría, o en Argel. Las minorías religiosas o étnicas han sido, tanto en Oriente Medio como en los Balcanes, la base de su heterogénea sociedad con lenguas y culturas diversas, encajonadas en Estados, muchas veces de artificiales fronteras.

El régimen de “capitulaciones” del Imperio Otomano, forzado por las potencias occidentales, protegió a los extranjeros, a las minorías cristianas y judías de las tierras del Levante, organizadas en “miliets” o comunidades de naturaleza confesional. En Beirut, donde aun perdura este sistema político, último eslabón del Imperio Otomano, sus incesantes guerras de mil rostros son atizadas por la exasperación de estas identidades asesinas. Fue en Beirut y antes en El Cairo donde nació el movimiento del renacimiento árabe, “Nahda”, tanto en las letras, en el pensamiento como en la política. Primero los cristianos libaneses, a la sombra de los misioneros occidentales, en torno a las universidades francesa y norteamericana de Beirut, impulsaron esta corriente renovadora, que después fue un movimiento básicamente musulmán que aspiraba a desarrollar el patrimonio común y trascender las diferencias sectarias. Sus promotores abordaron el problema de la decadencia árabe y trataron de buscar cuál podía ser su lugar en el mundo contemporáneo.

Libaneses emigrados en Alejandría editaron en 1875 el diario Al Ahram -’Las Pirámides’- que aún se imprime en la república egipcia.


El año 1948 es un año fundamental en el Mediterráneo con la fundación del estado de Israel que provoca constantes conflictos bélicos con los árabes y es una permanente amenaza para la convivencia pacífica en su cuenca. En 1956 tras la nacionalización de la Compañía del Canal de Suez por Gamal Abdel Nasser, el gran protagonista del nacionalismo egipcio, convertido en panarabismo árabe, Inglaterra y Francia se aliaron con Israel en la malhadada campaña militar del Sinaí. La guerra se salda no sólo con la retirada de las tropas israelíes, forzada por la ONU, por la URSS y los EE.UU., sino con el fracaso del poder mediterráneo de las dos grandes naciones europeas que habían dominado el mar que los árabes llaman “blanco” -bahar el abiat el metauset- desde el hundimiento del Imperio Otomano y cuyos despojos territoriales en Oriente Medio convirtieron en mandatos sometidos a sus gobiernos. A consecuencia de este fracaso las colonias extranjeras que habían dado durante un siglo el carácter cosmopolita a Alejandría tuvieron que abandonar la ciudad mítica, cantada por el poeta griego Cavafis y descrita por el novelista Lawrence Durrell, funcionario colonial de la Gran Bretaña.

La posterior guerra de 1967 fue la gran guerra arabe-israelí con la ocupación de Jerusalén y de la Cisjordania cuyas consecuencias siguen amenazando la seguridad del Mediterráneo En 1973 Anuar el Sadat hizo la guerra para conseguir la paz con Israel, pero fue una paz separada, bilateral, y solo años después tras los acuerdos de Oslo entre Israel y los palestinos, otro estado limítrofe, el reino de Jordania, firmó otro acuerdo de paz. Dos de los estadistas que protagonizaron estos acontecimientos históricos, el presidente egipcio Anuar el Sadat y el primer ministro israelí Isaac Rabin, fueron asesinados por extremistas de ambos bandos. A partir de 1978 hasta el 2009 Israel ha invadido varias veces El Líbano para erradicar las fuerzas de la resistencia contra la ocupación, primero de los palestinos después del Hezbollah, y en el invierno del año 2009 sus tropas se cebaron en la población de Gaza dirigida por Hamas. El conflicto palestino israelí continúa siendo el gran escollo para la completa normalización de las relaciones mediterráneas. Ninguna capital árabe fue ocupada en estas guerras, a excepción de Beirut cuando en verano de 1982 los soldados israelíes penetraron en la ciudad con el objetivo de expulsar a los guerrilleros palestinos de la OLP al mando de Yasser Arafat.

Cuando viajan los alejandrinos a El Cairo dicen siempre que van a Egipto, al emplear el nombre árabe de Misr que es el mismo nombre de la nación y no Al Kahira que es el de la capital.


Matisse Henri: Il porto di Abail, 1905
Alejandría fue una metrópoli mediterránea alejada desde el tiempo de los griegos hasta al de sus modernos gobernantes de la civilización y el estilo de vida egipcios. Sus años de cosmopolitismo apenas duraron un siglo desde 1860 a 1960. El cosmopolitismo fue un paréntesis en su historia. Todavía quedan algunos rótulos de calles alejandrinas escritos en francés, debajo de los escritos en árabe. Novelistas como Naguib Mahfuz, el único premio Nobel de los árabes, o Eduard Karrat han consolidado literariamente la indiscutible egipcianidad de esta “capital de la memoria”. La apertura de la biblioteca alejandrina ha dado cierto impulso a la ciudad. Pero si se han remozado y blanqueado fachadas de los nobles edificios del paseo marítimo, basta sólo con doblar una esquina para ver sus casas decrépitas, ennegrecidas por la humedad. Quimera u utopía, el sueño de Alejandría fue, ya desde Alejandro el Magno, su fundador, hermanar Oriente y Occidente.

Así como Salónica se hizo griega, Trieste italiana, Estambul -despojada de sus minorías muy arraigadas en su historia- turca, Alejandría, que parecía mas mediterránea que egipcia, se convierte en la segunda ciudad de la república de Egipto, proclamada por los “oficiales libres” tras el golpe de estado de 1952 contra la monarquía del rey Faruk. Los alejandrinos ya no eran solo los protegidos de los cónsules sino todo un pueblo egipcio de fellahs o campesinos que la presión demográfica expulsaba del delta del Nilo. El cineasta Chahin en sus filmes sobre Alejandría ha narrado, no sin nostalgia, el fin de esta época.

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