LIBRO

Los cuentos libertinos de Balzac y Doré

Fantásticos, sensuales y llenos de ironía. Así son los «Cuentos droláticos» de Honoré de Balzac, que Cabaret Voltaire rescata con los grabados originales de Gustave Doré

Andrés Ibáñez, Madrid
11.03.2011
Foto - Uno de los grabados con los que Doré ilustró los «Cuentos droláticos» de Balzac


Hay que situar el origen de la moderna «novela gráfica» en el siglo XIX y en el ámbito cultural francés. Fue precisamente en 1833, casi la misma fecha en que Balzac comenzaba la composición de sus Cuentos droláticos, cuando el suizo Rodolfe Töpfer publicó la primera de sus histoires en estampes, titulada Histoire de M. Jabot, un claro antecedente de lo que hoy en día definiríamos como «cómic», que un Goethe octogenario leyó con admiración y en la que creyó vislumbrar un género narrativo nuevo que daría, con el tiempo, declaró el anciano autor de Werther, «cosas extraordinarias». La hibridación de géneros resultaba atractiva al alma romántica, que pretendía unir todas las artes y hallar el vínculo sinestésico que relaciona todas las posibilidades de la imaginación, y surgen así obras como el Viaje a donde se os antoje (1843), con texto de Alfred de Musset y P. J. Stahl y fantásticos dibujos de Tony Johannot, o las ilustraciones de obras literarias del inolvidable J. J. Granville.

Es en este contexto donde surge la obra del que quizá fuera el más grande ilustrador de todos, Gustave Doré, nacido en 1832, el mismo año en que Balzac comenzaba la composición de sus droláticos, y que recibirá el encargo de ilustrarlos en 1855, en los inicios de su carrera artística. Nada menos que 425 ilustraciones para esta rara y quizá extravagante obra de Balzac, una hazaña considerable si tenemos en cuenta, por ejemplo, que las célebres ilustraciones de Doré para Don Quijote son sólo 370.

Balzac y Doré, evidentemente, no trabajaron juntos, pero el estilo barroco y disuelto de Doré se adapta maravillosamente al estilo de estos cuentos, con los que Balzac pretendió, como explica en su introducción, rendir homenaje al gran patriarca de las letras francesas, François Rabelais. Y me permito una digresión en este punto: ¿quién es el Dante, el Goethe, el Shakespeare, el Cervantes francés? Algunos dirían Montaigne (otros dirían Proust). Para mí siempre ha sido Rabelais. Sin embargo, los Cuentos droláticos de Balzac, cuya acción se sitúa en la región de la Turena (patria chica de Rabelais), no traen tanto a la memoria la obra del autor de Gargantúa como la del Heptamerón de Margarita de Navarra o, en general, las colecciones de cuentos libertinos que nos ha legado el Renacimiento. Por su extensión, muchos de ellos pertenecen al género de la novella italiana, es decir, lo que hoy llamaríamos «novela corta». En ellos Balzac experimenta con estas formas y temas venidos de la tradición literaria, uniendo un fuerte componente de exotismo y emoción romántica a la visión burlesca y despiadada de la sociedad y especialmente de la iglesia (la obra está llena de clérigos mujeriegos, jugadores y corruptos) que es característica de tantas obras del Renacimiento.

Un lenguaje inventado
¿Un Balzac fantástico, pues? No tiene nada de raro si pensamos en La piel de zapa, o más aún en Serafita, novela inspirada en Swedenborg, pero lo cierto es que estos Cuentos droláticos parecen situarse en las antípodas del Balzac verdaderamente grande, el autor de Las ilusiones perdidas o Esplendores y miserias de las cortesanas, con su maravilloso laconismo, su fascinación con la realidad, con las costumbres, con los acentos, con las máquinas, con los materiales, con los trámites. Este es un Balzac no sólo fantástico y romántico sino también, en cierto sentido, completamente desmadrado, que inventa un lenguaje arcaizante o pseudoarcaizante y arma párrafo tras párrafo mediante aglomeraciones monstruosas de elementos que se parecen mucho, curiosamente, a las aglomeraciones monstruosas de los grabados de Doré pero muy poco a las maravillosas descripciones, digamos, de Papá Goriot o de Eugenia Grandet. Quiero decir que este crítico tiene la impresión de que Balzac sufre en este caso lo que tantas veces les pasa a los realistas que se adentran en la fantasía: que no se toman su trabajo muy en serio. Aunque no podemos olvidar que uno de los encantos de las novelas grandes de Balzac es, precisamente, esa especie de asimetría de su composición, ese carácter irregular que hace que la narración parezca ir siguiendo la arbitrariedad de la vida.

A vueltas con el título
Los cuentos son muy bonitos, es cierto, pero si Balzac sólo hubiera escrito los Cuentos droláticos nadie le recordaría hoy. Son irreverentes, sensuales, llenos de ironía, pero a menudo en exceso verbosos, con frases tan complicadas, descuidadas y llenas de información secundaria que se pierden en sus propias ramificaciones, y que leemos además en una traducción poco elegante y llena de torpezas («Bruyn cobró fama de buen cristiano, de leal caballero y lo pasó muy bien en los países de ultramar») y aquejada por un agobiante exceso de comas («que caminaba en la buena dirección, pero que, si se marchaba, a la gloria de Dios, a derrotar a los mahometanos que profanaban la Tierra Santa, aquello sería mucho mejor»).

Una última observación sobre la palabra drolático. Las traducciones previas al español, la de Querubín de Ronda (1833), la de J. García Bravo (1902), la de Eusebio Heras (1905) y la de Florencio Sebastián Yarza (1905) se titulan, precisamente, Cuentos droláticos; una anónima de 1922 los titula Cuentos picarescos, mientras que Rafael Cansinos Assens se decanta por Cuentos donosos y Noëlle Boer y Mª Teresa Cirlot (1981), así como Miguel Agudo, por Cuentos libertinos. Drolático no es en rigor una palabra española, pero ha sido utilizada en diversas ocasiones: por el propio Cansinos Assens en La novela de un literato, por Ramón Pérez de Ayala, por Jacinto Benavente, y cuenta, por tanto, con suficientes autoridades como para entrar en cualquier diccionario.

Cuentos Droláticos
Honoré De Balzac
Grabados de Gustave Doré Traducción de Lydia Vázquez Jiménez y Juan Manuel Ibeas Altamira. Cabaret Voltaire. Barcelona, 2011. 672 páginas, 39,95 euros
http://www.abc.es/