LIBRO


Esplendor de las ciudades


Antonio Muñoz Molina
08.03.2011

Qué invento asombroso, la ciudad. La ciudad grande, la ciudad viva, la ciudad en la que buscan y encuentran trabajo los emigrantes pobres y asilo los fugitivos, la ciudad en la que uno disfruta tan plenamente de la soledad como de la compañía, a la que sueñan con irse los sometidos al tedio y a la extenuación del trabajo campesino, los que desean aprender y ejercer oficios fantasiosos, en la que podrán escapar de la vigilancia escrutadora de sus semejantes los que mantienen oculta su diferencia; la ciudad ciudad, donde a cualquier hora del día y a veces de la noche hay gente por la calle y locales abiertos; o en la que un sistema eficiente de transporte público permite viajar hasta sus últimos confines en líneas de autobuses o en redes de metro en las que nunca falta el misterio del encuentro con los desconocidos, el del viaje por laberintos de corredores y escaleras.

En Nueva York ( foto) o en Madrid salgo de casa e inmediatamente me sumerjo en el gran río de la vida, que arrastra igual el esplendor que la basura, como el río Hudson arrastra y mece con idéntica magnanimidad troncos que flotan entre dos aguas con algo de caimanes, gansos circunspectos, hojas del último otoño, latas de cerveza, condones expandidos hasta tamaños improbables después de una larga estancia en las aguas. La computadora, el coche, la casa confinada en una urbanización, aíslan del mundo, o lo ofrecen con una docilidad engañosa al capricho: compras online exactamente lo que te apetecía en este momento; muestras tu preferencia por una opción política o una película o una perversión; no corres el menor peligro de encontrarte con algo o con alguien que no formaran parte de tus preferencias más específicas.

En la ciudad, nada más pisar la calle, comienza el aprendizaje de lo inesperado. La estética de la ciudad es el collage y la enumeración caótica. Salí esta mañana de domingo a comprar hortalizas, queso, leche y fruta en el mercado de los granjeros que instalan cada semana sus tenderetes a lo largo de la acera de la Universidad de Columbia y por el camino encontré por sorpresa, en diversos puestos callejeros, una hucha de porcelana policromada que es un jovial marinero de los años treinta con su petate al hombro, un disco de Lena Horne, una edición de segunda mano de las tragedias de Eurípides.

Un poco más allá de los cajones donde los granjeros venden patatas o manzanas o zanahorias y nabos y remolachas que todavía huelen a tierra olorosa brilla al sol un edificio magnífico de Rafael Moneo destinado a laboratorios, chocante en este paisaje de arquitecturas sólidas y venerables y a la vez sutilmente vinculado con ellas. Casi a la puerta del club Smoke me crucé con un contrabajista que iría a tocar durante las horas del brunch. Un hombre llevaba de la mano a su hijo de siete u ocho años que aprendía a mantener el equilibrio sobre unos patines. Un emigrante mexicano tal vez ilegal atendía el puesto de flores de una frutería coreana. En un banco a la puerta de un pub irlandés unos bebedores con aire de solvente veteranía aprovechaban el sol y la calidez inesperada del aire para demorarse fumando sus cigarrillos antes de volver a la penumbra interior.

El neón rosa de la Juanito's Barber Shop brillaba débilmente en la claridad del mediodía. En un breve tramo de acera se sucedían una tienda de colchones, el taller de un zapatero remendón, un concesionario de teléfonos móviles, una ferretería regentada por hoscos barbudos paquistaníes o afganos, una panadería que se llama Silver Moon y desde la que se expande por la acera un olor alimenticio de panes y bollos y cafés, una papelería en la que me apeteció de pronto comprar cuadernos y rotuladores. En menos de un kilómetro puedo atravesar las más diversas latitudes de las cocinas populares del mundo: comida india, comida china, comida japonesa, comida italiana, comida mexicana, tailandesa, comida chinoperuana exquisita y barata. En la planta de arriba del restaurante Mamá México, que los domingos acoge a grandes familias charladoras y comilonas amenizadas por mariachis, hay un centro de acupuntura, yoga y taichi.

En cualquier gran ciudad es posible una caminata equivalente, un despliegue de expectativas que no parecen tan valiosas y tan singulares como son porque ya estamos acostumbrados a ellas. La ciudad también tiene atascos de tráfico, polución, hacinamiento, pobreza, contrastes obscenos entre la marginalidad y el privilegio. Tan abundante como la literatura que retrata y celebra las ciudades es la que se dedica a denigrarlas. En la ciudad está la corrupción de cualquier inocencia, el ruido que vuelve insoportable la vida, el aislamiento, el anonimato, el delito. El júbilo indiscriminado de Walt Whitman tiene su reverso en la vindicación pastoral de Miguel Hernández, o de Fray Luis de León, o del mismo Lorca, que disfrutó en Nueva York mucho más de lo que dejó traslucir en sus poemas sobre la ciudad. La beatitud ecologista parece exigir casas aisladas en el campo, pueblos pequeños en los que el aire está más limpio y los alimentos todavía saben como tienen que saber.

Junto a los ventanales del café del nuevo edificio de Moneo miro el tráfico de la calle y el desfile plural de la gente por la acera y leo un libro que me hace más consciente de la complejidad y el valor de lo que estoy viviendo: Triumph of the City, de Edward Glaeser, un economista de Harvard que ha adquirido su erudición leyendo al parecer todo lo que se ha escrito sobre todas las ciudades y paseando por todas ellas, por Nueva York y Mumbai, por París, por Barcelona, por Kinsasha, por Detroit. Glaeser dice que la ciudad es la más importante creación humana: que fomenta la inventiva, el talento individual, la tolerancia, la prosperidad, la cooperación.

Las ciudades no hacen pobre a la gente: atraen a gente pobre que quiere dejar de serlo. Las grandes ciudades son más respetuosas con el medio ambiente que las célebres arcadias ecologistas, porque la gente tiende a moverse por ellas caminando o en transportes públicos: los habitantes de Nueva York gastan como media un 40% menos de energía que los de las zonas residenciales o rurales del país. La ingeniería necesaria para suministrar agua saludable a las ciudades y retirar de ellas la basura es una proeza épica contada por Edmund Glaeser. Vivir entre la densa población de una ciudad es más seguro que hacerlo en una casa aislada en el campo.

También, estadísticamente, es más saludable. Para no convertirse en boutiques monumentales en las que solo puedan habitar los ricos y los turistas las ciudades históricas necesitan renovarse con inteligencia y audacia y levantar edificios altos con una oferta de vivienda suficiente para que los precios no sean abusivos. A pesar de la pobreza y la violencia la esperanza de vida es más alta en una favela de Río de Janeiro que en los pueblos del interior del país. Leer a Edward Glaeser le da a uno el mismo ímpetu para caminar y fijarse en todo que las Hojas de hierba de Whitman o el Fervor de Buenos Aires de Borges.

Triumph of the City. How Our Greatest Invention Makes Us Richer, Smarter, Greener, Healthier, and Happier. Edward Glaeser. The Penguin Press, 2011. 352 páginas. antoniomuñozmolina.es http://www.elpais.es/