TEATRO ARGENTINA


Jon Fosse puede leerse en la gran genealogía de los silencios del idioma.
Un teatro de situaciones


Punta de lanza de una generación de dramaturgos que termina de instalarse en el centro del canon, las obras de Fosse suben a nuestra escena y llegan a nuestras librerías.

Susana Villalba

En 2008 Daniel Veronese estrenó La noche canta sus canciones , del noruego Jon Fosse. A fines del mismo año, Martín Tufró montó El hijo , puesta que ahora visita países limítrofes y recibió en Montevideo el premio Florencio. Actualmente hay en cartel otras dos piezas de este dramaturgo (además poeta y narrador): Winter , dirigida por Fernanda Caride, y El nombre , por Analía García. Sumando que en 2010 Fosse recibió el Premio Internacional Ibsen, es para celebrar que la Editorial Colihue acaba de traducir y publicar parte de su obra.

Sus textos, como mantras o letanías, parecen desafiar nuestra modalidad de actuación: física, pasional y mayormente naturalista. Tienen un ritmo musical de loops con mínimas variaciones, sin puntuación ni entonación indicada, una partitura contemporánea que el director debe interpretar. Es inevitable incluir a Fosse en la línea que parte de Beckett, Pinter o más recientemente Handke, Bernhard, Lagarce, Minyana y otros, autores de silencios, pausas, repeticiones, gestos mudos, frases inconclusas, en los que el lenguaje (o sus limitaciones) es protagonista, eje dramático y problemático, y por ende la representación. Es imprescindible pensar la relación entre estas dramaturgias y las teorías sobre el lenguaje que caracterizaron el siglo XX y que prefiguraron los poetas. Agamben, por ejemplo, indaga en Mallarmé y Valéry, que buscaban “más allá del sujeto de la enunciación, la lengua misma”. “Quién me habla en mi propio lugar”, preguntaba Valéry. Es que habiendo muerto Dios, a quien se adjudicaba el principio y fin del lenguaje, ¿de quién y para qué es la palabra? Cuando el mismo Fosse dice que “de la literatura asciende una palabra sin palabra que viene de lejos, que habla al permanecer en silencio y procede de todo lo que no se dice”, nos remite a Maurice Blanchot cuando analiza que “en Beckett la palabra no carece de sentido sino de centro, se repite para no encontrar que, al detenerse, el silencio sigue hablándose”. Lenguaje como abismo, choque con el sentir y con el cuerpo, molde que nos fragua. Lenguaje que no es lo que nombra. A través de la palabra ambigua el hombre accede al mundo, un yo y un tú dialogan en el escenario de una realidad polisémica. Además, si el yo es discurso, escenas ya representadas habitan nuestra memoria que nos las dicta. Por añadidura, dos grandes guerras dejaron poca confianza en que el lenguaje haga al humano diferente de la bestia. No casualmente uno de los directores que mejor lo llevó a escena –según el mismo Fosse– fue el puestista de Margarite Duras, Claude Régy, quien dice sobre su escritura: “desconecta la relación tradicional entre signo y sentido... otorga un impulso tembloroso a la realidad mediante minúsculos movimientos lingüísticos y gestuales”.

Sin embargo, Fosse insiste en que lo fundamental en su teatro son las situaciones. Habría entonces que asociarlo a Carver, a su mirada piadosa sobre la fragilidad humana aferrada a su cotidaneidad y al amor como a mástiles en el vacío, timoneando variaciones mínimas que la pondrían al borde del abismo. Tanto Caride como García agregan la importancia de los ambientes rurales noruegos, asimilables a nuestra Patagonia, páramos de soledad, con omnipresencia de viento y frío, noches eternas, pocos vecinos y alejados. Esto se expresa claramente en El hijo : “los viejos se mueren y los jóvenes se van”. Caride destaca que “en Noruega se utilizan varios dialectos que Fosse cruza en sus piezas, lo que contribuye a la rara comunicación en la dificultad”. “Cada palabra y cada silencio son una variación en esas vidas tan para adentro –apunta García–. Luché contra nuestra excesiva expresividad trabajando una gestualidad sobria, sólo un gesto esencial y constitutivo. Pedí a los actores que habiten la incomodidad del silencio, qué quisiera decir al otro, qué me retiene. Hay silencios porque no saben qué hacer con lo que sienten”. Ambas directoras coinciden en haber completado para sí los puntos suspensivos, como un rompecabezas. “Junto con la compañía El cuadrilátero, imaginamos el sentido de frases inconclusas –comenta Caride–, partiendo de que si uno está desbordado emocionalmente, no es claro al expresarse ni sabe bien qué quiere. Además, la comunicación es un hilo muy delgado para todos y en todas partes, por eso este autor se ha vuelto internacional.” Sobre la dificultad para la actuación, opina que “en toda puesta se debe interpretar un subtexto.” Martín Tufró, por su parte, buscó “que no sonara falso el lenguaje repetitivo y entrecortado y que a la vez no se banalizara por naturalismo. Parecen situaciones simples pero tienen la complejidad de la soledad y la verdad; las palabras no bastan y a la vez sobran porque lo importante no se puede nombrar. En cuanto a la repetición, remite al tiempo mítico del eterno retorno”. Por eso, en su puesta la música es el texto mismo grabado y digitalizado hasta la abstracción.

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