ÓPERA
Lulu se desmelena en Salzburgo
04.08.2010
Una provocadora versión de la obra de Alban Berg deslumbra en el festival austriaco
Una nueva producción de Lulu, la última ópera de Alban Berg inspirada en un par de relatos de Frank Wedekind, siempre levanta una especial expectación: tanto por el morbo asociado al personaje femenino principal, como por la complejidad a la hora de desentrañar con lucidez una partitura llena de matices.
En el Festival de Salzburgo dejaron huella hace 15 años las representaciones protagonizadas por Christine Schäfer, con las direcciones musical y escénica de Michael Gielen y Peter Mussbach. Era una edición la de aquel año centrada en la mujer desde el punto de vista operístico, con lo cual tenían cabida natural desde La Traviata hasta Lulu.
Este año todo rueda en el Festival de Salzburgo alrededor de los mitos, con lo que se ajustan como un guante al objetivo temático las declaraciones de la directora de escena Vera Nemirova al afirmar que ve al personaje de Lulu "más que como una mujer fatal, como una figura mitológica". Mitológica o no, es difícil imaginarse una Lulu que no sea de carne y hueso.
Patricia Petibon lo es, y la directora escénica lo subraya con insistencia en las manifestaciones físicas. Lo previsible ocupa, en cualquier caso, el lugar de lo perverso. De entrada la Felsenreitschule no es, por sus grandes dimensiones, el espacio ideal para una obra de corte intimista en muchos momentos como la de Alban Berg.
Menos aún, si se abre el campo, como dirían los comentaristas de fútbol, planteando una escena completa - la primera del tercer acto, el arreglado por Friedrich Cerha- íntegramente en la sala, con los personajes vestidos de público de gala, moviéndose a lo largo y ancho de toda la platea, brindando y riendo sin parar, en un intento de implicar al espectador que produce un distanciamiento inevitable y, que a la postre, es profundamente antiteatral, pues te saca por completo de la concentración en el drama que, no nos engañemos, debe ser contado para ser eficaz desde el escenario.
Con las limitaciones en la definición de los perfiles sicológicos -o mitológicos- y con la ocurrencia del cambio de ritmo narrativo, el mayor interés de la puesta en escena se desplazó a los decorados del pintor Daniel Richter.
No es la primera vez que Salzburgo implica a un pintor o escultor para visualizar una ópera. Oskar Kokoschka realizó los decorados de La Flauta Mágica en los cincuenta, y aún hay ejemplos anteriores.
En las últimas décadas han puesto sus imágenes a diferentes títulos Robert Longo, Jörg Immendorf, Jean Tinguely, Eduardo Arroyo, Jaume Plensa, Achim Freyer o Jonathan Meese, entre otros. Daniel Richter había debutado con éxito en El Castillo de Barbazul, de Bartok, hace un par de años.
Ahora repite arropado con un par de exposiciones en Salzburgo sobre su obra en la galería Thaddaeus Ropac y en el Rupertinum. A sus imágenes expresionistas y poderosas les vienen de perlas las dimensiones del escenario. Quizás su protagonismo es excesivo, pero la fuerza plástica que transmiten es innegable.
La Filarmónica de Viena estuvo excelsa a las órdenes de Marc Albrecht. Brindaron un sonido depurado, sutilmente elaborado, insinuante y rotundo a la vez. El reparto vocal se movió con coherencia y calidad interpretativa, destacando Franz Grundheber como Schigolch, Michael Volle como el doctor Schön y Jack el Destripador, y Tanja Ariane Baumgartner como Condesa Geschwitz.
En cuanto al personaje que da título a la ópera hay que señalar, en primer lugar, el extraordinario esfuerzo que desplegó Patricia Petibon y sus altas cotas artísticas y vocales. La soprano se dejó la piel en escena, con una entrega admirable. Se echó de menos, no obstante, esa capacidad de fascinación y misterio que hace a su personaje irresistible.
La duda que se plantea es si se debe a limitaciones propias o al enfoque de la directora de escena. El público de la première -el habitual de Salzburgo, sin el alto porcentaje de invitados de postín del día anterior con Orfeo y Eurídice- aplaudió en líneas generales con calor pero sin apasionamiento.
www.elpais.com/
Una provocadora versión de la obra de Alban Berg deslumbra en el festival austriaco
Una nueva producción de Lulu, la última ópera de Alban Berg inspirada en un par de relatos de Frank Wedekind, siempre levanta una especial expectación: tanto por el morbo asociado al personaje femenino principal, como por la complejidad a la hora de desentrañar con lucidez una partitura llena de matices.
En el Festival de Salzburgo dejaron huella hace 15 años las representaciones protagonizadas por Christine Schäfer, con las direcciones musical y escénica de Michael Gielen y Peter Mussbach. Era una edición la de aquel año centrada en la mujer desde el punto de vista operístico, con lo cual tenían cabida natural desde La Traviata hasta Lulu.
Este año todo rueda en el Festival de Salzburgo alrededor de los mitos, con lo que se ajustan como un guante al objetivo temático las declaraciones de la directora de escena Vera Nemirova al afirmar que ve al personaje de Lulu "más que como una mujer fatal, como una figura mitológica". Mitológica o no, es difícil imaginarse una Lulu que no sea de carne y hueso.
Patricia Petibon lo es, y la directora escénica lo subraya con insistencia en las manifestaciones físicas. Lo previsible ocupa, en cualquier caso, el lugar de lo perverso. De entrada la Felsenreitschule no es, por sus grandes dimensiones, el espacio ideal para una obra de corte intimista en muchos momentos como la de Alban Berg.
Menos aún, si se abre el campo, como dirían los comentaristas de fútbol, planteando una escena completa - la primera del tercer acto, el arreglado por Friedrich Cerha- íntegramente en la sala, con los personajes vestidos de público de gala, moviéndose a lo largo y ancho de toda la platea, brindando y riendo sin parar, en un intento de implicar al espectador que produce un distanciamiento inevitable y, que a la postre, es profundamente antiteatral, pues te saca por completo de la concentración en el drama que, no nos engañemos, debe ser contado para ser eficaz desde el escenario.
Con las limitaciones en la definición de los perfiles sicológicos -o mitológicos- y con la ocurrencia del cambio de ritmo narrativo, el mayor interés de la puesta en escena se desplazó a los decorados del pintor Daniel Richter.
No es la primera vez que Salzburgo implica a un pintor o escultor para visualizar una ópera. Oskar Kokoschka realizó los decorados de La Flauta Mágica en los cincuenta, y aún hay ejemplos anteriores.
En las últimas décadas han puesto sus imágenes a diferentes títulos Robert Longo, Jörg Immendorf, Jean Tinguely, Eduardo Arroyo, Jaume Plensa, Achim Freyer o Jonathan Meese, entre otros. Daniel Richter había debutado con éxito en El Castillo de Barbazul, de Bartok, hace un par de años.
Ahora repite arropado con un par de exposiciones en Salzburgo sobre su obra en la galería Thaddaeus Ropac y en el Rupertinum. A sus imágenes expresionistas y poderosas les vienen de perlas las dimensiones del escenario. Quizás su protagonismo es excesivo, pero la fuerza plástica que transmiten es innegable.
La Filarmónica de Viena estuvo excelsa a las órdenes de Marc Albrecht. Brindaron un sonido depurado, sutilmente elaborado, insinuante y rotundo a la vez. El reparto vocal se movió con coherencia y calidad interpretativa, destacando Franz Grundheber como Schigolch, Michael Volle como el doctor Schön y Jack el Destripador, y Tanja Ariane Baumgartner como Condesa Geschwitz.
En cuanto al personaje que da título a la ópera hay que señalar, en primer lugar, el extraordinario esfuerzo que desplegó Patricia Petibon y sus altas cotas artísticas y vocales. La soprano se dejó la piel en escena, con una entrega admirable. Se echó de menos, no obstante, esa capacidad de fascinación y misterio que hace a su personaje irresistible.
La duda que se plantea es si se debe a limitaciones propias o al enfoque de la directora de escena. El público de la première -el habitual de Salzburgo, sin el alto porcentaje de invitados de postín del día anterior con Orfeo y Eurídice- aplaudió en líneas generales con calor pero sin apasionamiento.
www.elpais.com/